JAIME

Anteponiéndome a lo que pudiera decir, le he querido aclarar que no tenía la más mínima relevancia la medida exacta de su pene, que tiraríamos de imaginación y nos haríamos una idea más o menos precisa, según el nivel de curiosidad que sintiese cada uno. Siempre que pueda evitar enfocar los encuentros desde una perspectiva cuantitativa, lo haré. Con las edades de cada uno tengo suficiente. No quiero dar pie a comparaciones en ningún aspecto.

A pesar de mi buena voluntad, mi petición ha sido desoída en parte.
—Es que la tengo muy grande. Tengo un pollón, vamos —ha comenzado a exponer Jaime—. Y claro, no puedo follar tanto como me gustaría porque a la que no le duele, no le cabe, o le asusta, para que os hagáis una idea. Y ya no sé qué hacer. Porque no me voy a cortar un cacho. Por eso he venido, para ver si me podíais ayudar porque estoy ahora mismo que ya no sé qué hacer, en serio.

Marisa, Silvia y yo hemos intercambiado miradas. He querido creer que ha sido debido al avasallamiento al que Jaime nos ha sometido nada más llegar. Julio, en cambio, se ha entretenido mirándolo, aunque no me ha parecido que estuviera viéndolo, sino que recorría su ropa de con los ojos, como si aspirara a averiguar la marca o los precios exactos de cada una de las prendas.

Antes de decir nada he tenido que acumular oxígeno.
—Jaime, Jaime, Jaime —he repetido con calma para, de paso, tantear la firmeza del terreno en el que me adentraba—. Yo también espero que podamos echarte una mano pero vamos a empezar desde cero, ¿de acuerdo? Mira, te presentaré al resto del grupo. Ellas son Marisa y Silvia, él es Julio y yo soy Jota. Tenemos sólo una condición para ayudarte y es muy sencilla: tú tienes que ayudar a los demás.
— ¿Qué yo tengo que ayudar a estos tres? —ha preguntado Jaime henchido de incredulidad.
—A estos tres no, a todo el que venga —he matizado con total tranquilidad—. Pero no tienes por qué preocuparte —he agregado a toda prisa—: ayudar aquí es tan simple como que participes en las charlas. Nada más. Hablar y escuchar. No es demasiado, ¿no? Sería mucho peor cobrarte.
—Es que no sé si podré ayudar —ha vacilado la cuarta adquisición.
—Si sabes hablar, y sí que sabes, podrás —le he dicho con tanta seguridad como he podido dotar a mis palabras.
—Bueno, si tú lo dices. Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer? —ha vuelto a consultarme Jaime.
Le he pedido que se serene y que atienda. Después le he hecho un resumen de las historias de las chicas, dejando a propósito el caso de Julio para el final.
—Este chico ha venido porque, al igual que tú, tiene ciertos inconvenientes con el tamaño de su pene —he anunciado cuando ha llegado el momento, siendo interrumpido por el ímpetu de Jaime, tal y como estaba sospechando que sucedería.  
— ¿Tú también la tienes grande? ¡No me jodas! ¿Y cómo te lo montas para echar un quiqui, tío? Porque yo llevo una racha mala, mala. A todas las que me ligo les duele, colega. Es un putadón. Estar sin follar, no te digo. Todo el mundo la quiere tener grande y mírame a mí, jodidísimo.

De nuevo, los ojos de las chicas y los míos se han cruzado. Después he mirado a Julio. También Marisa y Silvia lo han hecho, pero no ha habido reacción por parte del chico.

Aclarado la garganta, humedecido los labios, recargado el aguante, me he dispuesto a especificarle a Jaime que su colega no sufre el mismo problema que él.
—Más bien le aflige todo lo contrario —he dicho, tras advertir que Julio no estaba en contra de que descubriese su secreto, si bien tampoco he percibido que estuviese a favor.
— ¿No jodas que la tienes pequeña? Un micropene de esos, ¿a qué sí? Hostia puta, tío, pues eso sí que es una putada y no lo mío —ha exclamado Jaime como anhelara que sus expresiones trascendiesen mucho más allá de las cuatro paredes que nos albergaban.

Llegados a aquel punto he tenido que pararle los pies y reiterarle que no estábamos allí para juzgar a nadie y que si era incapaz de mostrar respeto lo más adecuado era que se marchase.

Cabizbajo, Jaime ha asumido la repasata. No sé qué me ha hecho darme cuenta a los pocos segundos de que no iba a pedir disculpas y que su cabeza baja era todo lo que íbamos a sonsacarle.

Sin estar dispuesto a perder media tarde en el primer traspié más o menos serio de aquella andadura, he continuado corriendo un tupido velo.

¡Malditas frases hechas!

—Julio y Jaime —he pronunciado con solemnidad—, como ambos tenéis problemas similares me gustaría que habléis entre vosotros.
—Yo ya he dicho antes todo lo que tenía que decir —se ha plantado Julio.
—Pero tu compañero no estaba aquí. Si quieres que haya posibilidades de que te echemos un cable tendrás que contarle cómo te sientes. Nadie mejor que vosotros mismos para que vuestras dificultades se disipen —le he contestado.
— ¿Para qué? —ha refutado Julio con enfado—. Está claro que no nos preocupa lo mismo. Nuestras dificultades no se disiparan porque es mentira que sean similares. ¿Qué vamos a hacer? ¿Pegarnos un cacho?
—Yo he dicho que me gustaría cortarme un cacho, que no es lo mismo —ha intervenido Jaime.
—Ya sabemos lo que has dicho, Jaime —he dicho yo—. A ver, Julio nos ha estado contando que aunque considera que su tamaño no es nada del otro mundo…
— ¿Pero cuánto te mide? A mí hay veces que me mide… —ha vuelto a la carga el último en llegar.
—Jaime, por favor, respeta los turnos de palabra —le he vuelto a recordar.

El chico ha clavado su barbilla en el pecho. Adoptaré ese gesto como su modo de pedir disculpas.

—Aunque considera que el tamaño de su miembro no es nada del otro mundo —he proseguido— también es cierto que ninguna chica le ha puesto pegas.
—Hasta hace unos días —ha participado el propio Julio, con parco empeño.
—Hasta hace unos días —he repetido yo—. Ligó con una chica, se enrollaron, se burló de él y como le sentó muy mal ha querido unirse a estas reuniones. Ahora vienes tú, Jaime, contándonos que tienes un problema similar, porque es similar, únicamente os diferencian unos centímetros. Tanto él uno como el otro estáis disconformes con lo que la naturaleza os ha dado. Poniéndonos en el extremo de que no aprendieseis a aceptaros tal como sois ni con colaboración psicológica, presunción que no creo que se cumpla porque vuestro problema no es nada del otro mundo, pero insisto, si creéis conveniente acudir a un especialista es algo que os recomiendo que hagáis mañana mismo, sobre todo si estimáis que aquí poco o nada podemos hacer por vosotros. En el peor de los casos, ya digo, existe cirugía tanto para agrandar como para reducir. Ahora bien, y aunque os acabo de conocer, no quiero pensar que recurriréis a esa solución. Desde aquí se os intentará ayudar tanto como se pueda y confío en que vuestros problemas no estén más que aquí arriba —dije señalándome la sien— y desaparezcan en cuanto converséis.
—Es que lo de Julio es una chorrada —ha intervenido Marisa—. Un momento puntual, una sola crítica, de muy mal gusto y que te puede doler mucho, pero la única crítica que ha recibido en toda su vida y ya se cuelga el sambenito de que la tiene pequeña. Yo me lo tomaría como un bajón y punto. A otra cosa. ¿O es que pesa más esa tía que el resto que no te ha dicho nada? Sinceramente, me cuesta entender qué haces aquí.
—Quiero tenerla grande —ha respondido el aludido, rojo de enfado.
—Pues opératela, tío, te lo está diciendo Jota —le ha reprendido la mujer.
—Creo que lo que Jota pretendía era que ganase confianza en sí mismo para que desechara ese tipo de ideas —ha participado Silvia, a la que no he podido evitar sonreírle para agradecerle el salvavidas.
—Pretendo que todos ganéis confianza en vosotros mismos —he especificado—. Es fundamental para que encaréis vuestros conflictos. Es la primera piedra. No es la garantía absoluta de que después seamos capaces de lograr algo, de que logréis algo por vosotros mismos, sin la piedra de la confianza en vosotros no series capaces de resolver nada. Tal vez todo se resuelva de la peor manera pero es que a veces las soluciones de los problemas son desagradables. Al fin y al cabo lo verdaderamente importante es resolverlos.
—Es mejor ponerles punto y final que dejarlos en el aire, creo yo —ha dicho Silvia.
—Jaime la tiene grande y también esta aquí, también tiene dificultades para tener relaciones satisfactorias —le he refrescado la memoria a Julio.
— ¿Y para mí qué? ¿Me opero también? —se ha inmiscuido Jaime, demostrando que todo lo dicho con anterioridad se la traía al pairo.
—Lo que deberías hacer tú es currártelo más —le ha respondido Silvia—. No sé qué es lo que tendrás ahí abajo pero desde luego o te lías con estrechas o vas demasiado deprisa. Las mujeres, si estamos muy excitadas, os lo ponemos fácil en ese sentido: lubricamos y dilatamos, lo suficiente como para que tamaños grandes no tengan problema. A no ser que tengas una trompa como la de un elefante.
—No. No sé. Creo que no es para tanto, vamos —ha querido sentenciar Jaime.
—Pues entonces lo que tienes que hacer es lo que dice Silvia —ha participado Marisa—: dedícale bastante tiempo a los preliminares, que os podrán parecer una tontería pero no lo son.
— ¿Estás tomando notas, colega? —le he preguntado a Jaime—. Son consejos de primera mano.

Jaime ha movido la cabeza, gesto que he interpretado como de conformidad, quizás hasta de agradecimiento. En cualquier caso, ningún sonido ha salido de su garganta.

—Entonces está claro. Julio necesita una dosis de autoestima, aunque teniendo en cuenta su historial de éxito será una dosis ínfima, y Jaime necesita dedicación artesanal antes de bajarse los pantalones —he sentenciado.

Para cuando he querido posar los ojos en el par de mencionados, he comprobado que habían renunciado a escucharme a cambio de mostrarse sus teléfonos móviles segregando ostentación, como las parejas que muestran las fotos de sus hijos, o las de sus perros, con afán de que le sean reconocidos como los más guapos del planeta. 

Esa escena me ha cogido desprevenido y creo que por eso me ha sentado tan mal.
—Chicos, por favor, todavía no hemos acabado. ¿Podéis guardar los móviles un momento? —les he pedido, tajante, serio, procurando, pese a todo, que la irritación que en realidad sentía no se trasladase a mis palabras.
Los dos se han dispuesto a guardar los teléfonos al instante pero al mismo tiempo se han demorado bastante en hacerlo, como si el reproche no fuese con ellos. Su parsimonia me ha sacado de quicio y a punto he estado de levantarles la voz. Diría que incluso me he puesto rojo. Por fortuna he sabido estabilizar mi respiración para pronunciar la última frase de la reunión con mi mejor talante.

—Tan sólo quería decir que espero que os haya servido de algo todo esto y que me encantaría veros por aquí el próximo lunes.
—Aquí nos veremos —ha dicho Marisa.
—A ver si crece la familia —ha dicho Silvia.
Los hombres, en cambio, apenas han leído entre líneas que mis palabras eran una despedida, se han levantado y han puesto rumbo hacia la puerta. No han dicho nada pero con su actitud han dejado claras un par de cosas: que no piensan volver a pisar esa aula húmeda y que, inexplicablemente, ya son tal para cual. Colegas de verdad.  

Como no quería arrojar por la borda lo conseguido ni empañar la comodidad que había copado la práctica totalidad de aquella segunda reunión ni la soltura con la que, en mi opinión, me había defendido, tanto que ni había maldecido mentalmente a Lolo, he decidido no darle más importancia al desplante. De acuerdo que lo he hecho más que nada por ser justo con las chicas. Sí que es cierto que después ellas no me han devuelto el detalle al acercarse a mí con intención de ahondar en lo que tan sólo me suponía un rasguño, el primero de, quién sabe si otros muchos, quién sabe si codiciando convertirlo en una herida. Lo que sí sé, o por lo menos es lo que he querido pensar, es que lo han hecho de forma involuntaria.

—Ni se han despedido, es increíble —ha dicho Silvia.
—No se les puede pedir más. Son un par de niñatos —ha dicho Marisa.
—Nos vemos el lunes que viene —he dicho yo, para despedirme de ellas.


SIGUIENTE CAPÍTULO: JOTA día 3



853f63d1-f75f-3937-ba8d-77c305f2d790

No hay comentarios:

Publicar un comentario